Amarse a uno mismo resulta de primordial importancia.
Quien se ama está en paz consigo mismo, por lo tanto puede conservar su equilibrio interior en cualquier circunstancia. Sobre todo, quien se ama a sí mismo puede mantener su dominio propio ante los retos implícitos en toda relación humana. Es más, amarse a sí mismo es una capacidad inherente a la condición de ser humano. La misma naturaleza humana, el diseño divino con que hemos sido creados hace que el amarnos, tanto como capacidad como necesidad, esté unido a nuestra identidad. Por ello quien no se ama a sí mismo sufre un desgarramiento de su identidad, pues no sólo no se ama, sino que se priva a sí mismo de lo que le es propio. Atenta contra sí mismo, de la misma manera que lo hace quien destruye las columnas que sostienen a una construcción.
Son muchas las razones que explican la falta de amor a uno mismo, el desamor. Fundamentalmente se originan tanto en el interior de la persona, como en su entorno social inmediato, la familia. La persona, al nacer, es maleable en su carácter por lo que resulta especialmente sensible a los estímulos familiares que recibe. Se dice que el carácter emocional de las personas se define en los primeros años de vida. Así, la persona no solo aprende a sentir respecto de los demás, sino que también aprende a sentir respecto de sí misma. Uso de manera reiterativa la expresión aprende a sentir, porque no necesariamente lo que la persona siente respecto de sí mismo y respecto de los demás es natural, propio de su identidad. Más bien, aprehende lo que los demás sienten y perciben de ella. Es decir, hace propio, coge, lo que los demás tienen para ella. Dada su inmadurez emocional, la persona no tiene el juicio que le permite distinguir lo verdadero de lo falso, lo propio de lo impuesto, lo bueno de lo malo.
Un personaje bíblico que nos permite entender mejor esto es Absalón, el hijo de David. Absalón fue uno de los 19 hijos varones de David y tuvo una hermana. La familia de David era una familia en extremo disfuncional. El padre era un hombre pasional, inestable y sensual. Sus hijos sufrieron las consecuencias del pecado de su padre, fueron marcados existencialmente por el ambiente familiar, especialmente Absalón. En él podemos descubrir un peculiar sentido de lealtad familiar, protege y venga su hermana por la deshonra ocasionada por su hermano mayor, Amnón. Pero, también traiciona a su propio padre, al extremo de ponerlo en peligro de muerte. La historia de David y Absalón descubre a un hijo consentido, que había aprendido a sentirse superior, con mayor derecho y enfermamente cercano y enfrentado a su padre.
Absalón difícilmente podía amar a otros, puesto que no estaba en equilibrio consigo mismo… no parece que pudiera amarse a sí mismo.
Los conflictos de los padres, el alejamiento entre ellos y la separación de facto que los hijos pueden percibir, así como el abandono real o virtual que enfrenten, atenta contra el amor propio de estos. Lo mismo sucede con las relaciones diferenciadas y privilegiadas respecto de los hijos, los que resultan menos favorecidos por sus padres aprenden que no hay en ellos qué los haga dignos de ser amados. Pero, también, los que son amados en exceso aprenden a sentir lo que no es propio, lo que no les ayuda a desarrollar y conservar el equilibrio interior. Como Amnón sienten que los demás están a su servicio y disposición, necesitan someter a los otros para sentirse completos, todavía dignos de ser amados.
Si todo esto resulta importante y digno de ser tomado en cuenta, no es, con todo, lo más importante. Dios creó al hombre para vivir en comunión con él, lo hizo digno [merecedor] de ser amado y Dios es el primero que ama al ser humano de manera incondicional. Porque lo ama, el hombre es lo que más importa a Dios, más que la naturaleza, más que el Universo, más que los ángeles. Por amor al hombre, Dios entregó a su propio Hijo con el fin de recuperar la relación de amor que inicialmente se propuso. Sin embargo, el diablo no sólo ha querido arrebatarle a Dios su gloria y señorío; ya que no pudo hacerlo se propuso arrebatarle a quien Dios más ama: el hombre, creado a su imagen y semejanza. Satanás quiso hacer del hombre un ser indigno de ser amado, por ello es que, según la enseñanza de Jesús nos revela: el diablo ha venido a robar, matar y destruir lo que de Dios hay en el hombre.
Lo interesante es que Satanás destruye dando, incrementando aquello que daña al hombre. Santiago nos enseña que el pecado, el errar, empieza cuando cada uno de su concupiscencia es atraído y seducido. [1.14] Una traducción más actual dice que cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seduce.
Los malos deseos, la concupiscencia, no son otra cosa sino deseos desordenados.
La construcción de nuestro carácter, desde la infancia, generó, desarrolló deseos de dos clases: deseos ordenados y deseos desordenados. Los primeros animan y fortalecen lo que nos es propio, la superación, el gusto de lo bueno, el servicio a los demás. Los deseos desordenados, por el contrario, animan y fortalecen actitudes y conductas que atentan contra nuestra dignidad propia y, por lo tanto, dificultan de manera creciente el que nos amemos a nosotros mismos.
Más y más de lo que los deseos desordenados producen, poder, sensualidad, dinero, promiscuidad, etc., nunca producen mayor amor propio. Como Absalón, no se amó más cuando derrocó a su padre, ni siquiera se amó más cuando se acostó con las mujeres de David. Por eso es el diablo nos quita dándonos. Él sabe que mientras más tengamos de lo que es fruto de nuestros deseos desordenados, más vacíos estaremos y menos razón tendremos para amarnos a nosotros mismos.
Jesucristo dijo que él había venido para destruir las obras del diablo y para que nosotros tuviéramos vida en abundancia. ¿Cómo lo hizo? Recuperando en nosotros el amor del Padre. No que el Padre hubiera dejado de amarnos, sino que nuestro pecado hizo que dejáramos de ser amables; es decir, dignos de ser amados. Lo hizo, destruyendo las obras del diablo y dándonos un nuevo espíritu, una nueva manera de pensar y de sentir. Pablo lo define así: Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen juicio.
[2 Ti 1.7]Es decir, en Cristo ha traído a nosotros el equilibrio perdido y, por lo tanto, ha recuperado la paz que nos permite amarnos a nosotros mismos y amar a nuestros semejantes.
Siempre me ha parecido excepcionalmente importante y atractiva la declaración paulina: Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
[Fil 4.7] Lo importante es la promesa: la paz de Dios guardará nuestros corazones y pensamientos. Es decir, lo que sentimos y lo que pensamos. El término sugiere que la paz de Dios pondrá una guardia militar que impida el ataque del enemigo. Más aún, resulta interesante que el Apóstol se refiere, como paz, a la armonía entre Dios y el hombre y, por consiguiente la armonía de este consigo misma y, en consecuencia la capacidad para poder permanecer en equilibrio en las vicisitudes de las relaciones humanas.
La Biblia nos enseña que en y por Cristo, aquellos que han perdido el derecho de ser amados por Dios y por lo tanto la capacidad de amarse a sí mismos, recuperan tanto el derecho como la capacidad de hacerlo. Pero, también nos enseña que se ama a sí mismo quien se sabe amado por Dios y permanece en una relación nutricia con su Señor. Enseña que nuestro amor a nosotros mismos se nutre del amor que el Padre nos tiene y manifiesta. Que, a final de cuentas, nos amamos con el mismo amor que somos amados.
Y que ese amor en nosotros, el amor de Dios, recupera definitiva, aunque paulatinamente, el equilibrio interior que nos permite ser libres del poder de nuestros más íntimos deseos desordenados. Sabiéndonos amados, podemos amarnos a nosotros mismos.